31/7/11

Por momentos escucho esos sonidos que incitan a vivir...

La luz era reciente. No había pasado mucho tiempo desde que desapareció aquel caballo dorado. Entonces se vio, a lo lejos, una distensión del momento casi imperceptible. ¿Pero qué era? ¿de dónde venía? ¿por qué venía?
No, no sabíamos. De hecho, no queríamos saber. Saber eso significarían años y años de servidumbre hacia una jauría hambrienta de a ratos. Y si hay algo que en verdad detestamos es ser serviles hacia una corriente que nos retrasa y nos retrasa.
Creo que uno de nosotros se dio cuenta de esto, pero muy pocos entendieron su lenguaje. Desde ya que yo no estaba en ese selecto grupo. Claro que no. Yo era uno más. Siempre fui uno más. Ser uno más es algo imperdonable. Es algo con lo que cargaremos por el resto de nuestras vidas.
Pero, esperen, ¿a dónde vamos? ¿por qué llevamos esa carga? Nos retrasa, ¡tirémosla! ¿no? ¿por qué? Está bien, entiendo... al menos creo entender.
Es que ésa es, por momentos, la cuestión. Saber diferenciar entre entender y creer entender. Creer entender es prácticamente un sinónimo de indiferencia. Indiferencia hacia nuestras vidas. Creemos que lo sabemos, pero jamás se nos ocurriría investigar si esto es así o no. Es quedarse tranquilo en un lugar. Moverse implicaría una serie de resultados que no nos animamos a afrontar. ¿Para qué si todo está bien así como está? ¿Para qué? Creían entender aquellos que, según el Dante, vagaban a orillas del Aqueronte mientas perseguían ese estandarte, inalcanzable, porque jamás se comprometieron, jamás tomaron la iniciativa. Ésos que no merecen el cielo pero tampoco el infierno.
Porque nadie, ni siquiera las autoridades que según nuestras religiones consideramos divinas, tolera a aquellos que no toman la iniciativa de sus vidas.

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