3/3/10

...

Tenía valor, juventud, fe.

Pensaba que todo el mundo, todo, absolutamente todo, podía caber en la palma de mi mano. Era cuestión de que la cerrara y no la volviera a abrir para que fuera mío para siempre.
Pero uno no puede mantener el puño cerrado durante toda la vida. Uno tiene que abrirlo, al menos para estrechar otras manos.


No quería compartir el mundo.

Era mío.

Sólo mío.

No quería compartir el mundo.

Sólo quería compartir un momento. Un momento. Uno.

Se resquebrajaba la apariencia de las ideas. Se hundían, una por una en el pensamiento más gris. Todo me hacía divagar, al menos por unos minutos. Todo me hacía pensar. Todo me hacía pensarte.

Recurrí al alcohol, recurrí al amor, recurrí a apagar mi mente.

Mi mente no se apagó; siguió ahí. Siguió dando vueltas una y otra vez.
Y entonces todo me dio miedo. Todo. Como una noche en Constitución, como una horrible canción.

Entonces me sentaba, solo, y escuchaba. Escuchaba el latir de mi corazón, el ruido del mar, el canto de las aves.
Intentaba escucharte, intentaba adivinar qué me decías. Intentaba creer que me decías algo. Quería creer que me decías algo.

Se deshace el sueño en mil pedazos. Se queda en la nada el libre albedrío.

Respiro,

pienso,

vuelvo a respirar,

vuelvo a pensar.


Y todo me cierra, todo:

...