Es como el segundo o tercer blog que intento hacer.
No sé qué onda... se borran solos... jaja
Espero que éste no.
Espero volcar todo lo que siento en él.
Me gusta escribrir... desahogarme con una lápicera o un teclado, es genial.
Te da poder... poder de crear, te da la posibilidad de sentirte Dios por un rato... porque vos creas, sos vos el dueño de todo lo que estas plasmando.
Y quién te dice, con un poco de suerte, quedará plasmado para siempre.
El Bosque
Una noche de esas en que el cielo no tenía estrellas y los árboles, quietos, callaban en la inmensidad del bosque, miró a su alrededor y comprendió que estaba solo. Solo, una palabra pequeña de cuatro simples letras, dos vocales y dos consonantes, una palabra pequeña pero a la vez inmensa y dolorosa.
Gritó, pero de su voz sólo salió un mísero susurro que no pudo ser escuchado si quiera por los pequeños insectos nocturnos que hacían aún más ruido al pasar entre las hojas secas.
Ahí estaba él, solo. Sin alguien que pudiera indicarle el camino para salir del bosque. Sin alguien que lo pudiera ayudar a buscar esa salida. Solo. Simplemente él, un montón de árboles y quién sabe cuántos bichos y animales raros que merodeaban por ahí en la oscuridad, esperando que cometiera un error para poder hacerse de su cuerpo y disfrutar de un buen banquete.
Trató de recordar cómo se metió allí, pero no pudo. ¿Quién lo había mandando a deambular por ese bosque para él desconocido completamente solo? ¿Completamente solo? Eso parecía, pero ¿podía él haberse metido ahí por su cuenta sin ninguna compañía? No, imposible. Recordó que siempre fue muy cobarde y que algo así no se le hubiese ocurrido jamás.
O sea que no había entrado al bosque solo. O sea que alguien más había ingresado a ese lugar penumbroso con él. Se alegró al saber que no estaba del todo solo. Se alegró al saber que, en algún lugar del bosque, alguien más que él conocía estaba perdido allí y, posiblemente buscándolo. Se alegró.
O podía no ser así. Podía ser que aquél con el que él había entrado decidió abandonarlo, salir de allí y dejarlo de comida para los animales de carroña. Y ahí dejó de alegrarse.
Volvió a comprender que estaba solo y que a nadie le importaba si salía o no del bosque. Solo. Sin alguien que pudiera tomar de la mano para ayudarlo a levantarse. Sin alguien que le de esperanzas para poder quitar la noche y traer el día.
Se sentó en el suelo. Se dio cuenta que a medida que pasaba el tiempo más oscuro se hacía y por más abiertas que estaban sus pupilas no podía ver si quiera la palma de sus manos. Miró hacia arriba. La copa de los árboles no dejaba ver el cielo, ni la luna ni las estrellas. Poco sentido tenía pararse y caminar hacia una dirección desconocida para luego terminar de cara contra un árbol o en la boca de algún feroz animal que sale a cazar de noche. Tuvo miedo. Tuvo mucho miedo. No recordaba la última vez que se sintió tan asustado. Y ¿de qué tenía miedo? ¿Miedo a la oscuridad? ¿Miedo a las criaturas del bosque? No, miedo a quedarse ahí, solo, para siempre. Miedo a no volver a sentirse querido. Miedo a la soledad.
Cuando ya estaba casi rendido comenzó a preguntarse cómo combatir esa abrumadora soledad. Ninguna idea parecía salir de su cabeza ¿y cómo iba a poder ver las ideas si ni siquiera podía ver sus propios dedos? Creyó más conveniente olvidar todo buscar la salida en la mañana, solo.
Despertó al otro día y no podía abrir los ojos. Por más que intentaba todo estaba oscuro. Sus ojos estaban cerrados ¿Cerrados? No, no estaban cerrados. Sus ojos estaban completamente abiertos pero todo seguía tan oscuro como cuando se quedó dormido ¿Cuánto había dormido? ¿Cinco minutos? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres? A el le pareció lo suficiente como para que amanezca. No lo hizo. El día no amaneció. El día se había burlado de él y lo había dejado solo. Solo, así estaba. Sin un rayo de luz para calentar su cuerpo. Sin un poco de claridad para encontrar un camino. Hizo frío, mucho frío. Nada lo abrigaba. Nada lo sostenía. Nada estaba de su lado en aquel oscuro bosque.
Comprendió por última vez que estaba solo, que a nadie le importaba y entregó así su carne a los chimangos.
Una noche de esas en que el cielo no tenía estrellas y los árboles, quietos, callaban en la inmensidad del bosque, miró a su alrededor y comprendió que estaba solo. Solo, una palabra pequeña de cuatro simples letras, dos vocales y dos consonantes, una palabra pequeña pero a la vez inmensa y dolorosa.
Gritó, pero de su voz sólo salió un mísero susurro que no pudo ser escuchado si quiera por los pequeños insectos nocturnos que hacían aún más ruido al pasar entre las hojas secas.
Ahí estaba él, solo. Sin alguien que pudiera indicarle el camino para salir del bosque. Sin alguien que lo pudiera ayudar a buscar esa salida. Solo. Simplemente él, un montón de árboles y quién sabe cuántos bichos y animales raros que merodeaban por ahí en la oscuridad, esperando que cometiera un error para poder hacerse de su cuerpo y disfrutar de un buen banquete.
Trató de recordar cómo se metió allí, pero no pudo. ¿Quién lo había mandando a deambular por ese bosque para él desconocido completamente solo? ¿Completamente solo? Eso parecía, pero ¿podía él haberse metido ahí por su cuenta sin ninguna compañía? No, imposible. Recordó que siempre fue muy cobarde y que algo así no se le hubiese ocurrido jamás.
O sea que no había entrado al bosque solo. O sea que alguien más había ingresado a ese lugar penumbroso con él. Se alegró al saber que no estaba del todo solo. Se alegró al saber que, en algún lugar del bosque, alguien más que él conocía estaba perdido allí y, posiblemente buscándolo. Se alegró.
O podía no ser así. Podía ser que aquél con el que él había entrado decidió abandonarlo, salir de allí y dejarlo de comida para los animales de carroña. Y ahí dejó de alegrarse.
Volvió a comprender que estaba solo y que a nadie le importaba si salía o no del bosque. Solo. Sin alguien que pudiera tomar de la mano para ayudarlo a levantarse. Sin alguien que le de esperanzas para poder quitar la noche y traer el día.
Se sentó en el suelo. Se dio cuenta que a medida que pasaba el tiempo más oscuro se hacía y por más abiertas que estaban sus pupilas no podía ver si quiera la palma de sus manos. Miró hacia arriba. La copa de los árboles no dejaba ver el cielo, ni la luna ni las estrellas. Poco sentido tenía pararse y caminar hacia una dirección desconocida para luego terminar de cara contra un árbol o en la boca de algún feroz animal que sale a cazar de noche. Tuvo miedo. Tuvo mucho miedo. No recordaba la última vez que se sintió tan asustado. Y ¿de qué tenía miedo? ¿Miedo a la oscuridad? ¿Miedo a las criaturas del bosque? No, miedo a quedarse ahí, solo, para siempre. Miedo a no volver a sentirse querido. Miedo a la soledad.
Cuando ya estaba casi rendido comenzó a preguntarse cómo combatir esa abrumadora soledad. Ninguna idea parecía salir de su cabeza ¿y cómo iba a poder ver las ideas si ni siquiera podía ver sus propios dedos? Creyó más conveniente olvidar todo buscar la salida en la mañana, solo.
Despertó al otro día y no podía abrir los ojos. Por más que intentaba todo estaba oscuro. Sus ojos estaban cerrados ¿Cerrados? No, no estaban cerrados. Sus ojos estaban completamente abiertos pero todo seguía tan oscuro como cuando se quedó dormido ¿Cuánto había dormido? ¿Cinco minutos? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres? A el le pareció lo suficiente como para que amanezca. No lo hizo. El día no amaneció. El día se había burlado de él y lo había dejado solo. Solo, así estaba. Sin un rayo de luz para calentar su cuerpo. Sin un poco de claridad para encontrar un camino. Hizo frío, mucho frío. Nada lo abrigaba. Nada lo sostenía. Nada estaba de su lado en aquel oscuro bosque.
Comprendió por última vez que estaba solo, que a nadie le importaba y entregó así su carne a los chimangos.